Elogio al vino. Consagración divina y naturaleza humana

La fascinación por el vino sólo se compara con su condena. La dualidad que posee como consagración divina y consigna malévola es la que en primera instancia, lo vuelve tan tentadoramente atractivo. El valor simbólico que le atribuye el hombre al fermentado de la uva está presente en muchísimos pasajes de la historia, piezas arqueológicas de Babilonia, Persia, Egipto, Grecia y Roma dan fé de la importancia del vino como uno de los placeres más excelsos creados por el hombre.

Los historiadores coinciden en que la primera vez que un ser humano elaboró vino, fue en territorio del actual Irán. En el monte Sagros se encontraron los restos de elaboración de vino más antiguos de los años. Hace 7,000 años los persas, ya conocían del vino, pero los registros culturales señalan su origen místico a la antigua Grecia.

Dionisos era un dios transgresor. Dulce y amargo, como la vida. Generoso y seductor, pero también arrogante y egoista. Una alegoría al fin de la naturaleza humana. El hijo de Zeus y Sémele encontró la forma de hacer vino y le regaló su secreto a los hombres. Fue su gran regalo a la humanidad y su entronación como el dios de la viña, el vino y el delirio místico.

En la antigua Grecia, las Bacantes eran mujeres que adoraban a Dionisos y que organizaban festejos secretos, exclusivos para mujeres, llamadas fiestas Dionisiacas, que se celebraban por las noches en los bosques, con mucho vino, música y poca ropa en busca de encontrarse con el dios d ela vida y el amor.


La cultura griega los incorporó a sus ritos y lo puso en el centro de la civilización. Porque el vino permite a los hombres liberarse de la esclavitud de la razón.

Desde el siglo sexto A.C. las fiestas en torno a Dionisio, y más tarde a Baco en el imperio Romano, las fiestas dionisiacas y luego bacanales se celebraron cada 16 de marzo. Con la llegada de la tradición a Roma y la llegada de los varones, las fiestas se convirtieron en lugar de disputas, engaños y discusiones que al calor del vino derivaron en crimenes y peleas a muerte, lo que orilló a su posterior prohibición.

En religiones como la católica, el vino forma parte de la liturgia como un elixir sacramental que recuerda el pasaje bíblico de la última cena que el profeta Jesucristo compartió con sus discípulos: “Luego tomó la copa, dio gracias y dijo: —Tomad esto y repartidlo entre vosotros. Os digo que no volveré a beber del fruto de la vid hasta que venga el reino de Dios.” Lucas 22:15.

Sin embargo, es precisamente en “el buen libro” donde encontramos la dualidad del vino como elemento disruptivo y corruptor del espíritu del primer borracho documentado de la historia: “Noé, que era agricultor, plantó la primera viña. Bebió su vino, se emborrachó, y se quedó desnudo dentro de la tienda. ”. (Génesis 9, 20-21).

Es bien conocido que el vino es capaz de retorcer espíritus y despojar hasta a las mentes brillantes de la más esencial dignidad humana. No faltan los escritores que categóricamente justifican su gusto por la copa como un vicio necesario de la profesión. La verdad sea dicha, en muchos casos quienes señalan que el alcohol les ayuda a escribir mejor unicamente buscan excusas para beber de manera permanente. Dificilmente un creador alcoholizado abandona la botella para entregarse a largas horas de trabajo frente al teclado en alto estado de intoxicación.

Pero el vino y toda la mitología que lo rodea, también ha proporcionado tema de inspiración a grandes artistas y escritores de todas las épocas. Ahí están por ejemplo las obras de Mark Chagall, Touluse Lautrec y Pablo Picasso y los libros de Charles Baudelaire, Edgar Allan Poe y Ernest Hemingway por citar sólo algunos de los vastísimos ejemplos documentados.

Vino y arte suelen estar fuertemente emparentados. Al igual que en todas las manifestaciones artísticas, el disfrute de los vinos rebasa por mucho la necesidad ansiolítica para convertirse en una experiencia que involucra todos los sentidos, piénsese por ejemplo en las tonalidades rubí de una buena copa de Tempranillo, la elevación de las burbujas en una copa de champaña o en el aroma a miel fresca con el que se reconoce una buena cosecha de Chenin Blanc.

Mientras que el bebedor vulgar entiende la bebida como un pendiente en su agenda de fin de semana, el entusiasta del vino se involucra en el estudio de su copa desde antes de siquiera descorchar la botella. ¿De qué variedad de uva está hecho? ¿De qué región viene? ¿Llovió el año de la cosecha? ¿Cuántas botellas se produjeron? ¿Cuántos meses en barrica? Nadie se cuestiona cómo se hace una cerveza, pero para el entusiasta del vino, el conocimiento previo es esencial antes de elegir una botella y poner en práctica el goce y la cadencia que requieren beber vino.

El objeto totémico que representa una botella sin descorchar dispuesta sobre una mesa, se convierte en un poderoso punto magnético en torno al que expertos sommeliers, entusiastas aficionados y principiantes no ilustrados orbitan como si el objeto en cuestión se tratara de lo más irresistible y lo más gozoso del mundo. La mirada con la que cortejan el paso de la botella hasta que su contenido tinto, blanco o rosado inunda su copa es el rasgo sibarita que los distingue como parte de una inexistente cofradía secreta.

Aunque el arte de catar vino puede calificarse con justa razón como un acto de pedantería considerando la márgenes de inequidad que mantiene a más de la mitad de la población mundial hundida en la pobreza extrema, el disfrute armónico de una buena comida y un buen vino ha pasado de ser un lujo ostentoso a convertirse en una experiencia en la que el goce de la bebida se convierte en un fin por si mismo.

Para los amantes del vino, el disfrute de una copa se convierte en un ritual de decantación sensorial. Un acto de entrega al placer lento, a demorarse en la interpretación del color del fermentado, a interpretar la belleza de los aromas y las asociaciones que producen las sensaciones en boca. La defensa del consumo del vino como actividad gozosa y de enriquecimiento espiritual, puede entenderse mejor si la emparentamos con el goce de la lectura. Ambos son placeres que no obedecen a una necesidad básica, pero irremediablemente nutren el intelecto y se disfrutan mejor cuando se disfrutan con calma y devoción.